Parece que estemos en un cuarto confinamiento. La tienda de quesos y el pequeño comercio de verduras de la Rue Oberkampf o la panadería en la que suelo comprar, todas ellas tienen las vitrinas recogidas y las puertas cerradas. En la calle apenas hay coches, en el metro hay muchos asientos vacíos y en los museos estás tan solo que puedes llegar a pensar que eres un importante miembro de Estado que es recibido en una audiencia privada. Sí, es agosto, otra vez. Es maravilloso cuando el termómetro no sube más de 30 grados y uno mismo se convierte en una barra de pan blanco horneada en un horno de piedra. Siempre digo que hay que venir a París en verano, cuando la ciudad ralentiza su ritmo y los pocos parisinos que quedan en ella sonríen de forma relajada, por solidaridad. Somos los guardianes de la ciudad desierta, tenemos toda la ciudad para nosotros solos.
Sin embargo, este año, muchas cosas son diferentes. La ciudad está aún más vacía que de costumbre. La pandemia del Coronavirus ha provocado un nuevo éxodo rural. En el pasado, poseer una casa de campo, además de un piso en la ciudad, a la que poder escaparse los fines de semana y pasar las vacaciones, revelaba un cierto estatus parisino y era un signo inequívoco de éxito profesional. Sin embargo, vivir allí de forma permanentemente, ¡mais non! Como una urbanita convencida, la palabra “provincia” solo la apreciaba si se trataba de ir de vacaciones o como denominación de origen de los alimentos, pero nunca como una posible dirección en la que vivir que no empezara por el código postal 75. Esto ha cambiado con la pandemia.
Mientras yo, como muchos otros, me encontraba atrapada en sus ratoneras, que es como también se conoce a los pisos de la ciudad, el primer indicio de envidia llegó a través de las redes sociales. Fotos y vídeos frente a campos de trigo, arroyos, hortensias, gallinas y conejos en jardines reales, publicados por personas que tenían una casa de campo y que titulaban como “mi nueva oficina”. Hemos aprendido a convivir con el teletrabajo, y cada vez que entrevistaba a un diseñador de moda parisino a través de Zoom u otras plataformas, también él se encontraba en el campo, lejos de la ciudad. La añoranza del campo, la naturaleza y la libertad de movimiento se apoderó de todo el mundo y las plataformas inmobiliarias empezaron a cubrir las estaciones de metro de París con carteles de gran formato: ¿Quieres dejar París? Y, al lado, una foto de una romántica casa de ladrillo junto al bosque: “Casa en Heuqueville, 130 m2, con jardín de 2000 m2: 240.000 euros”. Para los parisinos es como llamar a las puertas del cielo, ya que aquí, por este precio solo es posible conseguir un apartamento de 20 m2. A esto se suman los correos publicitarios de las tiendas de muebles, que proclaman la tendencia al nuevo estilo campestre con muebles pintados en blanco y sillones de mimbre.
La renombrada investigadora de tendencias Li Edelkoort también se encuentra sentada frente a su pantalla en Normandía y predice que se producirá un gran éxodo de las ciudades en el futuro. “Durante el primer confinamiento, en marzo del año pasado, me quedé atrapada en Ciudad del Cabo, pero cuando me permitieron volver a Francia en junio, me fui directamente a mi casa. Y aquí me he quedado desde entonces. Creo que no volveré a vivir en la ciudad, al menos no todos los días”. No es un caso aislado. Muchos de mis amigos ya se han mudado definitivamente a ciudades medianas como Burdeos o a pueblos pequeños que se encuentran a un radio de 100 kilómetros de París. “Las casas aquí en Normandía ya se venden por teléfono, como si fueran pasteles, sin necesidad de verlas”, nos explica Edelkoort.
La moda también celebra el nuevo anhelo por el mundo rural. Recientemente, Chanel transformó el Grand Palais en la plaza de un pueblo del sur de Francia para su desfile de alta costura, y Jacquemus, el nuevo favorito de la moda en la ciudad, no se cansa de mostrar a sus seguidores urbanitas la belleza de las provincias. Que se vayan todos de París, me parece bien. Unos cientos de miles de habitantes menos le vendrían muy bien a la ciudad. He crecido en una zona rural y sé lo que realmente significa vivir allí.
Mademoiselle Lili ama París – sus museos, su arquitectura, sus establecimientos y terrazas. Sí, el Savoir Vivre como dicen ellos; su elegancia y sobre todo su moda. Es La Moda. En su columna “Paris, mon amour” comenta para La Biosthétique los secretos de la que ha hecho su ciudad. La cuidad que le hace feliz desde hace más de 10 años.